NUEVA YORK — Uno de los tradicionales recordables de mi niñez es Corazón de Edmundo de Amicis, un autor decimonónico ya olvidado. El episodio del libro que tuvo más impacto contaba de qué manera un pequeño genovés salía de su país en pos de su madre, quien trabajaba en la Argentina. Recuerdo haber llorado y haberme preguntado si sería capaz de tan peligrosa aventura.
No lo sabía entonces, mas ese libro me comenzó en el aprendizaje de la empatía. Mi educación en adentrarme en las vidas de los otros siguió después con lecturas más complejas, de la mano de personajes como Jane Eyre y Ana Karenina, de Robinson Crusoe, don Quijote de la Mácula y de los sufridos héroes de Converses Dickens. Estos personajes me asistieron —a mí y a una comunidad enorme de lectores— a comprender con más profundidad el sufrimiento extraño y asimismo a hacer más tangibles sus instantes de alegría.
La literatura no semeja tener una obvia utilidad, mas la ciencia ha probado que la tiene. Leer literatura, una actividad que muchos consideran ociosa o bien inútil, tiene un valor social invaluable: nos hace más empáticos, más prestos a oír y comprender a los otros. Las ficciones nos enseñan a nombrar nuestras angustias y asimismo de qué manera enfrentar y compartir nuestros inconvenientes rutinarios.
Esto es singularmente esencial el día de hoy, cuando muchos de los desafíos más apremiantes de nuestro tiempo se deben solucionar de forma colectiva y solidaria: los desastres naturales que ha acentuado el cambio climático, las crisis migratorias mundiales o bien el reclamo por los derechos de las minorías fueron contados y discutidos desde hace 5 mil años en una obra literaria, La epopeya de Gilgamesh. Ahí ya hay un desastre universal —el diluvio—, están las desventuras de gente obligada a huir y asimismo el reclamo de los más enclenques contra los abusos del poder del rey Gilgamesh.
La gran literatura, aun cuando se escribió miles y miles de años atrás, tiene lecciones para los lectores del presente. Y tal vez sea la literatura, y su intrínseca capacidad de hacernos más empáticos, la que pueda salvarnos de nosotros mismos.
En octubre de dos mil trece, un equipo de estudiosos del New School for Social Research de la ciudad de Nueva York publicó una investigación en la gaceta Science sobre 5 ensayos efectuados para estudiar la relación entre lectura y empatía. Los participantes fueron divididos en conjuntos y se asignó a cada uno de ellos un tipo diferente de lectura. Los textos escogidos pertenecían a géneros diferentes: ficción popular, ficción “seria” —una novela de Louise Erdrich, otra de Don DeLillo—, notas periodísticas y ensayos reportajes. El quinto conjunto no recibía ningún texto. Una vez se asignaron las lecturas, tanto los lectores como los no-lectores debían contestar a un cuestionario que dejaría a los estudiosos juzgar la habilidad de los participantes para entender ideas y emociones extrañas.
Los resultados fueron significativos. Tanto los participantes a los que no se les había asignado un texto, como los que habían recibido textos periodísticos, reportajes o bien de ficción popular, mostraban resultados desmoralizadores. En cambio, los lectores de ficción “seria” probaban un comprensión notable de los sentimientos y argumentos extraños, y por consiguiente, una mayor capacidad de empatía.
Las notas periodísticas nos notifican de los hechos, mas para comprender “en carne propia” lo que ocurre, son más eficientes las obras de ficción. La Aventura, un poema del siglo VIII a. de C., nos ha tolerado a lo largo de siglos a numerosas generaciones de lectores hacer tangible la dura travesía de un inmigrante, un viajante que escapa de su sitio de nacimiento y después retorna a él. Esta experiencia no es nueva: Ulises está relacionado con los miles y miles de asilados que escapan de la guerra y la pobreza y atraviesan el mar Mediterráneo para llegar a las costas de Europa. Asimismo está vinculado con los migrantes de América Central que llegan a la frontera con U.S.A..
Recuerdo que cuando leí los testimonios de migrantes ilegales recogidos en una investigación de la Universidad de la ciudad de Guadalajara, pensé en la Aventura. “El norte es como el mar”, afirma uno de los entrevistados, “cuando alguien viaja como ilegal, es arrastrado como la cola de un animal, como basura. Imaginé de qué forma el mar rechaza la basura en la ribera, y me afirmé a mí, es tal y como si estuviese en el mar, rechazado una y otra vez”.
Cada semana, las autoridades estadounidenses expulsan del país a personas indocumentadas, muchas de las que han vivido en U.S.A. su vida. Asimismo estos migrantes tienen su espéculo en la ficción tradicional. En mil seiscientos quince, 6 años una vez que se firmara el decreto que desterraba a los moros españoles, Miguel de Cervantes publicó la Segunda una parte de las aventuras de don Quijote. Ahí, un viejo vecino de Sancho, que lleva el significativo nombre de Ricote —la última urbe de la que partieron al destierro los moriscos— vuelve a España disfrazado de peregrino. Le afirma a Sancho que y sus compañeros expulsados no fueron bien recibidos en el norte de África. “Doquiera que estamos”, se lamenta, “lloramos por España, que en resumen nacimos en ella y es nuestra patria natural”.
En Réquiem por el sueño americano, Noam Chomsky aduce que el empobrecimiento de la empatía colectiva en la sociedad estadounidense del siglo veintiuno es consecuencia de un plan desarrollado para reducir los poderes democráticos y acrecentar las ventajas de los más ricos. En sus comienzos, el llamado “sueño americano” fomentaba la noción de progreso individual mas asimismo el colectivo, en el que cada ciudadano se favorece al asistir a sus vecinos. No obstante, a mediados del pasado siglo, comenzó a favorecerse el individualismo. Quizá por lo mismo han proliferado los alegatos políticos que fomentan el aislacionismo.
Según el maestro Christopher Krupenye de la Universidad de St. Andrews, la empatía y la voluntad de asistir a los otros son virtudes endémicas de nuestra especie. El catedrático, especialista en el comportamiento de primates, estima que “una de las peculiaridades más notables de los humanos es que somos serviciales”, y añade que sin esta esplendidez innata no habríamos podido subsistir cuando éramos cazadores-colectores. Es probable, afirma Krupenye, que tras adquirir esta capacidad de sentir empatía nuestra especie desarrolló gradualmente las reglas que el día de hoy nos dejan comprender las responsabilidades y deberes de vivir juntos y compartir amenazas y peligros.
Si en los últimos tiempos hemos perdido este instrumento vital para nuestra supervivencia, ¿qué podemos hacer para salvarnos de nuestra y voluntaria ceguera cara los otros? ¿De qué manera podemos regresar a nutrir el sentimiento principal de empatía?
En la primera mitad del siglo IX, el enorme versista sirio Abu Tammam ensayó una contestación que podría servirnos hoy: “Quizá carezcamos de nudos de sangre / Mas la literatura es nuestro padre adoptivo”. Una contestación está en la literatura.
Los pequeños aprenden a conocer el planeta por medio de las historias que les cuentan y que leen, como lo hice con De Amicis. Con lo que no es absurdo suponer que los adultos puedan proseguir ese aprendizaje. Por esta razón, nuestros legisladores y gobernantes deben leer más literatura: podría ser una forma de que comiencen a legislar y entablar pactos con altruismo. Quizá con los personajes de Margaret Atwood o bien de Cervantes, los líderes del planeta puedan comprender más y mejor las vidas ajenas; las vidas de los migrantes, los asilados, los menos favorecidos.
El clemente don Quijote y la justa criada Defred puedan salvarnos de nuestra tentación de encerrarnos en nosotros mismos.
* Copyright: dos mil diecinueve The New York Times News Service